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Un programa de estudios independientes en arte para Asturias

Pablo Luis Álvarez

Durante mis años de facultad, surgía con frecuencia entre mis amigos el deseo de fundar algún día una universidad o un centro de enseñanza, algún tipo de institución a la que nos gustaba darle toda clase de nombres estupendos: “Instituto de Estudios Hermenéuticos”, “Oficina de Investigaciones Críticas”, “École Polytechnique d’Études Exégétiques” (en francés nos sonaba sin duda más revolucionario) o el que yo proponía desde la periferia, “Asturiana de Derribos”, que nunca fue opción favorita.   Este era un sueño con el que daba la matraca a todo el mundo, como si ya estuviese reclutando futuros docentes para este lugar ficticio que ocupó tantas conversaciones. Con el pragmatismo de la edad, la fundación de esta universidad descansa hoy en el cajón revuelto de proyectos sin realizar que todos tenemos en alguna parte. En realidad, aquella idea de juventud ha mutado hacia planteamientos más modestos: quizás un seminario de textos, o un grupo de lectura, o algún tipo de encuentro que en el lenguaje de las prácticas artísticas contemporáneas hoy llamaríamos “duracional”.

Si bien entonces el objetivo era crear un espacio que pudiese disolver los límites que separaban los saberes de las humanidades y aunar, por ejemplo, imagen y texto, o estética y política, teoría y práctica (en este sentido, había algo así como un desprecio hacia el currículum académico y la universidad convencional), hoy no tengo ninguna duda de que esta idea ha de ser institucional o no será. La experiencia del comisariado, mi campo aunque sea a nivel teórico e historiográfico, así nos lo ha venido sugiriendo desde la “institutional critique” de los años 90, el “New Institutionalism” de los primeros 2000 o el giro secretamente althusseriano que estoy viendo surgir desde hace pocos años en la literatura curatorial: hacemos arte, lo pensamos, lo debatimos, lo distribuimos en marcos y estructuras que son institucionales, o en cuerpos/colectivos que actúan metonímicamente como instituciones.. Esto no agota su potencial crítico o emancipador, precisamente porque la fuerza discursiva de las instituciones no es completamente irresistible y estas contienen huecos que admiten tanto la complicidad como la subversión.

Lo que por ejemplo hace veinte o incluso diez años se planteaba como un gesto decisivo (o bien generar un espacio alternativo y “extitucional”,  o bien intentar habitar las oquedades que la institución contiene) resulta ahora mismo una perplejidad. Sobre todo, e irónicamente, cuando todo el aluvión de textos críticos sobre arte y comisariado acaba siendo leído y discutido, me atrevo a decir que por definición, en los lugares que esta literatura denosta: los posgrados de estudios curatoriales, los MFA (Master of Fine Arts) o los programas de doctorado en prácticas artísticas. Si hay un lugar donde el saber institucional de arte se discute con detalle es justamente el espacio, igualmente institucional, de la universidad.

Era cuestión de tiempo que esta lógica se revisase. Con la cada vez más cercana relación entre mundo académico e institución cultural se ha comprendido que es mucho lo que se puede conseguir desde los intersticios de esta fusión. Incluso me atrevería a sostener que el solapamiento entre universidad y museo ha generado un nuevo tejido productivo que muestra con mayor visibilidad sus mimbres—o, por lo menos, los últimos treinta años de experiencia artística  contemporánea nos permiten ahora ver estas estructuras con mayor nitidez—. La proliferación de cursos y programas de prácticas culturales, muchos de ellos oficiales y homologados, otros en las lindes de la actividad corsaria pero igualmente inscritos en una economía reputacional donde circula el capital cultural, no es únicamente un triunfo neoliberal que ha reestructurado la educación superior—el triunfo lamentablemente ha de concederse—. También supone la creación de espacios donde quienes llevan a cabo algún tipo de actividad crítica puedan profundizar en ella, someter sus trabajos a escrutinio, debatirlos y confrontarlos. 

Durante la planificación de la décima edición de documenta, en 1997, nos recordaba su directora Catherine David que el objeto, la obra de arte, es sólo un momento más en el complejo proceso que es la producción y distribución del arte, momento cuyo lugar privilegiado en el circuito de la cultura obedece a razones ideológicas que hay que escudriñar. La pregunta, pienso, sigue vigente: ¿Es arte el cuadro o lo que decimos de él?¿Y qué ocurre con todo lo que se dijo antes y por detrás del cuadro? Enunciar esto como disyuntiva enemista la producción del arte con los espacios donde se piensa y se replantea, como si uno tuviese la marca de la autenticidad y el otro fuese un engorro accidental del que algún día nos desharemos. Hablar en serio sobre lo que uno hace, sobre qué es lo que interroga exactamente una práctica artística hace mejor dicha práctica. Esto es lo que sucede en aquellos programas, a menudo de posgrado, que muchos museos y centros de arte contemporáneo ofrecen como parte de su hacer institucional—quizás en la imaginación española, el ejemplo más conocido sea el Programa de Estudios Independientes del MACBA o, más recientemente, Tejidos Conjuntivos, que imparte el MNCARS.

Ese cajón revuelto de proyectos que no tuvieron fruto, o que parece que nunca lo tendrán, tiene amplio fondo en Asturias, donde parece que se vive en el final de los tiempos desde hace cuarenta años. A quienes lean esta publicación se les vendrán varios de estos proyectos a la mente. Según escribo esto, a mí se me ocurre el flirteo de la Universidad de Oviedo con la posibilidad de abrir una facultad de Bellas Artes, idea que se acabó finalmente desechando. Probablemente, la muerte de esta idea fue en realidad un alivio para la región—la imagino como una escuela de pintar, o de esculpir, más cercana a un centro de Artes y Oficios, que a un lugar donde jóvenes artistas tuvieran que escribir, hablar y vérselas con su trabajo, con el imperioso mandato de saber que sus propuestas van a revertir a un mundo asediado por el neoliberalismo, el criptofascismo y la emergencia climática. Pero hoy se abre, como a veces se dice cursimente, una ventana de oportunidad para una región que carece de espacios para la crítica. Me refiero a uno de los elementos clave que el actual director de LABoral, Pablo de Soto, incluyó en su candidatura cuando se presentó al puesto hace pocos años: que el centro que ahora dirige pueda aspirar a ofrecer algún tipo de programa de estudios avanzados, un curso donde la relación entre arte y tecnología tenga una estructura duradera, que tenga casa, y cuya producción pueda revertir en la ciudadanía. En realidad, en su visión De Soto no hace sino rescatar el espíritu con el que LABoral se había fundado, sabiendo a la vez que este es un tiempo en el que quienes están al frente de instituciones culturales deben gestionar la escasez y la precariedad.

Si tuviésemos que imaginar cómo sería este programa de estudios que LABoral acogiese, ¿cómo sería?¿qué necesitaría?. Siempre podemos recurrir a la experiencia institucional de otras iniciativas afines para poder entrever las respuestas. Se me ocurre (son tantos los ejemplos en realidad) el BxNU Research Institute que dirige Andrea Philips en Newcastle-upon-Tyne, Reino Unido, que surge de la colaboración entre BALTIC y la Universidad de Northumbria. Las similitudes entre Asturias y la región de Tyne and Wear no son pocas: ambas tuvieron boyantes economías basadas en la explotación del carbón y en las industrias naval y siderúrgica; en ambas la movilización política de los trabajadores era sólida, y ambas están ahora entre las regiones más pobres de sus respectivos países. Incluso LABoral y BALTIC tienen un origen similar en la historia de las instituciones artísticas: Las dos se crearon en un momento de optimismo económico e institucional que intentaba replicar por toda Europa, con desigual resultado, el llamado “efecto Guggenheim” de Bilbao. Esta fue una época de gasto y “starchitecture”, en que a nadie se le hubiese ocurrido que el coste de la calefacción sería inasumible en unos años. 

No con poca ironía, cuando Philips habla sobre BxnU, lo describe como poco más que una sala donde apenas hay unos cuantos portátiles y mesas de trabajo. Sabe que, materialmente, puede parecer que es poco lo que brinda. Pero también sabe que esto es una mirada superficial a lo que un espacio así puede generar: encarna una colaboración entre el principal centro de arte contemporáneo de la región y una de las universidades de la ciudad—, donde los estudiantes de Bellas Artes pueden tener un espacio expositivo para su trabajo;  posibilita un lugar para el encuentro y la discusión crítica, con artistas y conferenciantes invitados, con una estructura y programa de textos y lecturas donde quienes investigan en las prácticas artísticas puedan exponer las vicisitudes de su proceso creativo e intercambiar sus ideas, conocer lo que sucede en otros sitios. Y sólo hace falta para ello el relumbrón institucional de esta colaboración y una sala con ordenadores para que esto funcione y para que la comunidad artística de una de las regiones menos prósperas del país pueda tutearse con ciudades que en cualquier otro campo le llevarían la delantera. 

Como caso práctico del que servirse, BxNU se parece más bien a un vivero de proyectos cuyo carácter programático es relativamente flexible. Aunque ofrece dos programas de máster, es casi una estructura vampira que se nutre de lo que ya hay (un centro de arte y una institución universitaria). Pero existen también otros ejemplos que utilizan esta estrategia de aprovechamiento para plantear un programa de estudios que hable igualmente el idioma del mercado educativo.  

Un ejemplo genial de inteligencia curricular, diseñado por la profesora Sarah Perks y el artista Paul Stewart, es el máster de comisariado que imparte Teesside University con el Middlesbrough Institute of Modern Art (MIMA). Al contrario que otros cursos de posgrado similares, cuyo principal escollo, como en España, es el pago de unas tasas desorbitadas (más los costes de manutención que uno tiene que asumir al dedicarse por completo al estudio), el equipo de Teesside se ha acogido al programa de apprenticeships (formación profesional) que financia el gobierno británico. Se ofrece un título universitario en el que las horas lectivas están muy reducidas y la principal carga de trabajo se realiza de forma independiente. El éxito de esta propuesta radica en que los estudiantes tienen que encontrarse ya trabajando en una institución cultural (podría ser una biblioteca o un centro de interpretación, no necesariamente un museo). El tiempo dedicado al estudio sirve para repensar su desempeño laboral y lo sitúa en un espacio discursivo nuevo. A menudo las conversaciones tienen poco glamour y se centran en la cotidianidad de la gestión comisarial y de las prácticas artísticas (por definición prosaicas cuando abandonan el cubo blanco) pero también ahondan en cómo podrían hacerse las cosas de otra manera, cuáles son las limitaciones, políticas y simbólicas, de la institución donde trabajan, cómo se pueden subvertir las jerarquías de las que inevitablemente son parte, qué sesgos tiene su mirada como trabajadores de la cultura y qué voces normalmente no se escuchan. El resultado es la conversación del empleado técnico en practitioner, la transformación de patrones heredados en hacer crítico. De nuevo, para ello sólo se necesita una plataforma online, una modesta plantilla de profesores asociados y un espacio en el que reunirse una vez al trimestre. Sin duda, se necesita pedagogía y voluntad política, interlocución con las administraciones y la comunidad universitaria y el franqueo de barreras burocráticas.

Al plantearse la posibilidad de un programa similar en LABoral, para Asturias en particular así como—¿por qué no?—para el resto del país, se ofrece a la región poder ocupar un espacio poco poblado en el que Asturias puede posicionarse a la cabeza del pelotón. Para que Asturias pueda ser una región cuya potencia artística y cultural la sitúe en un escenario análogo al de Newcastle o Middlesbrough, no sólo necesita espacios para la exposición del arte (vengan o no acompañados de alguna conferencia puntual), sino también espacios para la discusión y el aprendizaje horizontal y prolongado, espacios que tengan como anhelo revertir al territorio, revisitarlo, ponerlo patas arriba, aunque al principio sea un desastre (¿o es que queremos que el arte contemporáneo no tome ningún riesgo?). El proyecto de diseñar y llevar a cabo un programa formativo de prácticas artísticas avanzadas en LABoral es una oportunidad que no debemos dejar pasar. Aunque sea difícil imaginar qué pinta podría tener, el deseo de que exista debe ya empezar a circular entre a quienes les preocupan estas cuestiones, por entero o de soslayo, si queremos salvarnos del invierno cultural al que nuestra región se precipita.

Pablo Luis Álvarez es candidato doctoral en el Royal College of Art y profesor asociado en el máster de comisariado de MIMA/Teesside University.