Troppo vero!: Llamando a las puertas del mundo

Por Alfredo Aracil. Comisario Asistente

Más que un ensayo, el Libro de los pasajes parece un grimorio*. Y no sólo por su carácter póstumo o por su tono profético, casi alucinado, sino por el nervio hermético que lo recorre de principio a fin: fragmentos y citas apenas ordenadas, un caos de notas a pie de página de la Historia, que recogen una forma de conocimiento oculto a punto desaparecer. En una de esas notas al pie, Walter Benjamin deja caer algo que, en principio, parece una anécdota y que, sin embargo, se antoja fundamental a la hora de comprender la versatilidad de las imágenes para moverse de soporte en soporte, al mismo tiempo que adquieren cuerpos, formas y funciones distintas.

En el Passage des Panoramas de París tenía su estudio un tal Prévost, antiguo pintor de caballete que se pasó, siguiendo la moda, al diseño de panoramas. Un panorama es un espacio circular rodeado por un lienzo pintado con vistas de ciudades y paisajes donde el espectador, situado en el centro de la estructura, asiste a la ilusión del movimiento en la imagen fija gracias a un mecanismo de rotación. La implantación de estos dispositivos móviles en las avenidas de París durante los últimos años del siglo XVII señala un hito en el camino que lleva de la supremacía de la palabra escrita a la imagen como forma privilegiada de conocimiento. Un trayecto que da comienzo, más o menos, en la confluencia de dos tecnologías: la imprenta y la cámara obscura. Heredero directo de esta última, el panorama alcanza ya en el siglo XIX, una mayor sofisticación en cuanto a capacidad de simular verismo, esto es, su capacidad de producir realidad, haciendo que los límites del círculo interior que contiene la imagen fija se vuelvan más y más transparentes hasta integrarse con el verdadero paisaje. Consigue, finalmente, que la imagen se desvincule de su soporte tradicional, el lienzo, para alcanzar primero la movilidad definitiva ya anunciada por libros, grabados y carteles... y, posteriormente, el estatus de lo reproductible, que llega con el uso generalizado de la fotografía y el cine, en un itinerario que nos transporta directamente a la actualidad, a la difusión global de imágenes en tiempo real.

El azar quiso que en 1839 un discípulo de Prévost inventara el daguerrotipo, ingenio que nos pone en la pista de la batalla entre arte y técnica por el monopolio de la imagen en tanto que índice de lo real. Por un lado tenemos la pintura y la escultura, que pasan a ocuparse de la exploración del color y de la forma en relación siempre a valores psicológicos. Lo que termina por cristalizar, ya en el siglo XX, en la abstracción. Y por otra, nos encontramos con la reproducción mecánica de la realidad, tarea que recae primero en la fotografía y posteriormente en el cinematógrafo, habilitando a su vez una cascada de dispositivos que emplean distintas tecnologías, ya sea procedimientos foto-químicos, cintas magnéticas o síntesis granulares, para registrar el rostro del mundo. Da comienzo así la utopía de una forma de conocimiento de la naturaleza asistida por la máquina, que genera miles y miles de documentos aparentemente objetivos por medio de la desafección no-humana, esto es, por medio de la autonomía de una tecnología en principio neutral, fuera de todo influjo estético e ideológico.

Al mismo tiempo que se producía este importante desarrollo técnico, realmente acelerado sin lo comparamos con otros momentos de la historia, el siglo XIX conoció también la proliferación de círculos mágicos, juegos de ouija, personas capaces de levitar, videntes y sociedades secretas varias, todo muy del gusto romántico por lo hermético y lo extravagante. Cuestión de moda o no, se percibe en todas estas manifestaciones culturales una cierta pulsión hacia lo oculto y lo velado, que la arquitectura del XIX, con su particular relación entre lo que se muestra y lo que se esconde, refleja a través del paradigma constructivo del cristal transparente: otra forma de cristal hermanado con la lente de las cámaras de foto y cine. Llegados a este punto, cuesta poco relacionar la morfología de las primeras máquinas de cine, producidas manualmente en madera aunque con numerosos injertos de diferentes metales, con muchas construcciones de la época, tipo el Palacio de Cristal. En el fondo hablamos de espacios transparentes con una muy marcada diferencia entre exterior e interior que conforman, a su vez, un punto de vista capaz de darle sentido a una forma de percibir el mundo, donde “ver es creer”, lema que da sentido a la Revolución Científica.

“Este mundo, tal como lo vemos, está sucediendo”, reza la cita con la Paul Virilio comienza su celebrada Estética de la desaparición, un tratado sobre la velocidad y la construcción de la percepción. La cita, que el autor francés atribuye no sin cierta controversia a San Pablo, viene a profetizar el advenimiento de la cultura visual en un plano ciertamente escatológico: el tiempo final de la imagen o, visto de otra forma, una maldición que nos obliga a conocer los objetos sólo por su apariencia. Se sella así el anudamiento imposible pero necesario entre realidad e imagen. Mirar, de esta manera, constituye una tentativa de mano frustrada, esto es, una imposibilidad. Todo lo que veo, se quejaban ya muchos personajes de dramas barrocos, no es más que una ficción. El desencanto del mundo. Y sin embargo la única forma de acceder a él.

Se trata, después de todo, de un truco de magia, casi de una broma. Las imágenes que pone a disposición del espectador el cine y el vídeo se debaten siempre entre la necesidad de volver visible lo antes invisible y, por otra parte, la obligación de no desvelar los mecanismos que posibilitan la ilusión, es decir, mantener invisibles las costuras, no hacer el truco demasiado evidente. Hablamos, pues, de hacer presente lo que estaba ausente sin que se llegue a ver el telón, ante todo que parezca real. Como atestigua el vídeo The Magician (2003), de Yto Barrada, donde el espectador es testigo del saber hacer de un mago capaz de revelar, con un simple truco, las similitudes que existen su trabajo y la lógica de las imágenes en movimiento. Una relación que ya antes había explorado, por ejemplo, Orson Wells disfrazándose con una chistera en el comienzo de su magistral F for Fake (1973), en la que a través de la historia del mejor falsificador de todos los tiempos reflexiona sobre el carácter falsario del propio cine.

Por lo demás, gracias a esta capacidad para distinguir o incluso fabular figuras dentro de sistemas, que el ser humano ha sabido capitalizar a fin de moldear la entera realidad a su imagen y semejanza, la naturaleza se ha convertido en paisaje. Es decir, se han puesto límites a la inmensidad de lo cósmico, recluyendo su semblanza a un cuadro o una fotografía. Y sin embargo, la inmensidad del tiempo y del espacio nos supera, frente a ella el hombre y la mujer se ven ridículos. En Cinelândia (2012), Louidgi Beltrame, relaciona ese tiempo macro con el tiempo de la vida humana por medio de la indiferencia que muestra la flora y la fauna de la selva para con la vida humana. ¿Somos nosotros los humanos quienes vemos pasar el cometa Halley cada 76 años, una o dos veces a lo sumo, o es él quién no nos pierde de vista?

De una manera u otra, el conjunto de películas que componen esta exposición juegan con la idea de ilusión y ficción sin abandonar nunca un plano material, el de la imagen y la pantalla, que también es simbólico. Ya sea a través de guiños al propio sistema audiovisual que integra el conjunto de las expectativas del espectador con el dispositivo, como sucede con el movimiento en los vídeos de Zhenchen Liu, Jean-Michel Pancin o de Pablo Accinelli, en los que la noción de punto de vista es fundamental. O desde la articulación de un espacio enteramente ficcional por medio de la referencia a los cuentos de hadas o a relatos polifónicos de corte novelesco, que es el caso de Maïder Fortuné y Beatrice Gibson respectivamente, o incluso desde lo descaradamente exagerado y fantasioso como sucede en el trabajo de Mika Rottenberg.

Como nos muestran Adrián Melis y Patricia Esquivias, la imaginación es, en el fondo, la esencia del pensamiento. La vida social toma sentido a través de las imágenes en tanto que éstas son compartidas por una comunidad que se identifica en ellas y con ellas. La identidad, al fin y al cabo, nos muestra Moussa Sarr con su vídeo, es una cuestión performativa, un teatrillo que se ejecuta de forma medio consciente, medio velada por medio de la mirada en relación a unos roles acordados: somos, de esta forma, un objeto que mira al mismo tiempo que es visto. En verdad, cuesta mucho renunciar a la realidad que encierra la representación, es decir, uno sabe que son imágenes y que, por tanto, no constituyen o fundan la verdad. Y embargo, cuando un vídeo es capaz de señalar de manera inequívoca, registrando la realidad y desvelando la naturaleza de una situación -como la que refleja Emily Jacir de manera documental, sin recursos y sin apenas dramaturgias, el carácter mágico del dispositivo, todo lo que tiene de simbólico o de ritual, en una muestra más de su potencialidad para transmutarse, se torna tremendamente material y franco, tomando la forma de una herramienta política que nos permite interpelar al mundo.

 

*Un grimorio es un libro de magia utilizado durante la Edad Media. Según Wikipedia, contienen correspondencias astrológicas, listas de ángeles y demonios, instrucciones para aquelarres, lanzar encantamientos y hechizos, mezclar medicamentos, convocar entidades sobrenaturales y fabricar talismanes.

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