Universo vídeo. Una imagen del mundo en movimiento

Por Alfredo Aracil

A mediados del siglo XIX, la física constató por primera vez que la imagen tenía la extraña capacidad de describir una duración, esto es, de registrar el movimiento, el cambio que experimenta un cuerpo de un estado a otro. Más tarde, ya en el siglo pasado, a partir de la inmovilidad de un puñado segmentos de tiempo separados -fotogramas-, gracias al montaje, es decir, al cortar y pegar fragmentos una detrás de la otro, las películas pasaron de ser un conjunto de acciones heterogéneo, a un complejo a ser un complejo sistema capaz de funcionar como una unidad con sentido. Todavía hoy la imagen en movimiento es posiblemente el único método que nos permite expresar gráficamente el devenir de los acontecimientos. Y no sólo eso, ya que también permite almacenarlos y ponerlos en marcha una y otra vez, en un ejercicio casi mágico que convierte todo pasado en un presente, donde el paso del tiempo es un efecto de la mirada, una ilusión.

La huella, de Tatiana Fuentes Sadowski, funciona como una suerte de prólogo que nos sitúa frente a la condición de ser primera de toda imagen. En la película, una serie de fotografías de archivo, en blanco y negro, reviven la memoria del trauma social que vivió Perú durante las pasadas décadas. Fue Walter Benjamin uno de los primeros en relacionar la foto con el mundo del crimen. Al hablar del espacio que contenía las imágenes de Atget, el alemán no podía dejar de pensar en la escena de un delito. Así, la película evidencia lo inasimilable, lo traumático, de una serie de sucesos que todavía tiene repercusiones psíquicas: torturas, atentados, asesinatos y desapariciones son traídos a la actualidad desde el limbo semántico que habitan por medio de fotografías que funcionan como pruebas, es decir, como el referente de lo que una vez fue real. Ahora bien, las imágenes que articulan La huella apuntan también hacia la ausencia. Hacia lo que ya no es. No deja de ser una paradoja que la imagen no cambie, es decir, que, a pesar del deterioro que puede sufrir su soporte, se mantenga igual de firme en su significado. Con frecuencia, suele decirse que el tiempo viene a corromper la memoria. Aunque lo cierto es que el tiempo supone una resistencia frente a toda desaparición: un límite o un umbral a través del cual podemos entrever fantasmas, o tal vez escuchar la voz en off que nos acompaña durante toda la película.

 

De manera constante, primero el cine y después el vídeo han recurrido al uso de viejas fotografías que duermen en la noción de pasado, desde donde son rescatadas por el narrador de turno. No en vano, la capacidad de la cámara para registrar cualquier imagen obliga a señalar en la línea del tiempo, apuntando hacia una serie de acontecimientos que rompen la continuidad de lo cotidiano. En cierto sentido, los terremotos de Fukushima y del L'Aquila también consiguieron interrumpir esa rutina. Elevadas a la categoría de acontecimiento global, ambas tragedias dibujaron un paisaje de ruinas y desplazados. Tras el temblor y la destrucción, la vida (no) se detuvo. Yabuki-machi y The Mutability of All Things and the Possibility of Changing Some, realizadas respectivamente por Mitsuaki Saito y Anna Marziano, tratan recoger no ya la vigencia del pasado o su tendencia a lo evanescente, sino el pulso que hace que la historia, el tiempo, se ponga de nuevo en marcha una y otra vez. Es decir, ambas películas buscan, a través del testimonio de una serie de supervivientes, la prueba de la irreversibilidad del tiempo. Así, sin presentar imagen alguna de la catástrofe, el terremoto sigue siendo el protagonista, persiste a caballo entre la novedad de un tiempo posterior y el trágico esfuerzo del hombre por hacer que las cosas permanezcan igual. Como se puede leer en La configuración del tiempo, de George Kubler, “el tiempo, como la mente, no es cognoscible como tal. Se hace material a través del movimiento. Solamente conocemos el tiempo indirectamente por lo que sucede en él”.

 

Llegados a este punto, cuesta muy poco trazar una línea hacia una de las ideas fundamentales que posibilitaron el nacimiento la imagen en movimiento a finales del siglo XIX: la idea de persistencia retiniana, o sea, aquello que se mantiene para facilitar el cambio. Recordemos: la manera en que una imagen permanece en la retina durante una décima de segundo antes de desaparecer, haciendo posible ver una secuencia de imágenes ininterrumpidas. Para Henri Bergson, esta idea supone una paradoja con la que, no obstante, convivimos a diario: la supervivencia del tiempo pasado en el presente. En Materia y memoria, el filósofo francés, defiende la importancia de la duración y de la espera, es decir, del momento que media entre el registro de la sensación y su posterior respuesta. Así, Visites, de Clement Cogitore, se adentra en la narración de un suceso misterioso del que poco podemos llegar a saber. Un suceso acontecido tras un accidente de coche. Una mujer se derrumba en el arcén de una carretera tras dar un par de pasos en falso. Parece herida. Se lleva las manos a la cabeza. El plano se abre. Vemos su coche abollado. De esta forma, el punto de partida condiciona por completo el posterior desarrollo del relato. Sin recurrir a la concreción de la palabra en ningún momento, las imágenes parecen flotar en la ambigüedad de alguien que se esmera sin fortuna por recordar. Las formas son borrosas. La protagonista de la pieza se convierte en la metáfora perfecta de todo espectador. La tradición establece que ver es, en realidad, recordar. A medida que el tiempo o la vida transcurre, con la memoria como timón, tratamos de conocer. Todo ejercicio percepción se sujeta en la relación entre memoria y experiencia presente: una ocasión para volver sobre el pasado.

 

 

Y una ocasión, también, para describir, registrar y almacenar el cuerpo del otro. Es decir, para confrontarnos, asimilar y dejar de temer lo desconocido. Durante los primeros años del siglo XX floreció la antropología visual. De la mano del cine, los etnógrafos pusieron en imagen su fascinación por las huellas y por el tiempo detenido, o sea, por unos salvajes que vivían al margen de la historia. Voyage en la terre autrement dite, de Laura Huertas Milln, rescata la forma de hacer característica de aquellos primeros antropólogos que todavía eran viajeros. Ahora bien, para viajar a los trópicos ya casi no hace falta salir de casa. El turismo ha sustituido a la aventura. La selva es un espacio dentro una película o, a lo sumo, un jardín botánico que visitar la tarde del domingo.

 

Luego está el azar. Durante mucho tiempo hemos considerado el azar como una fuerza incontrolable, la detención del movimiento, aquello que revoca la normatividad de cualquier ley. Y resulta que, en verdad, el azar no es más que la regularidad o la razón de ser de todo sistema. En Vide pour l'amour su director, Vimukthi Jayasundara, parece celebrar no sólo la libertad del amor, de los cuerpos, sino del mismo acto de filmar. La estructura de la cinta es reacia a la comprensión del espectador que trata siempre de atar cabos, sellar un sentido único. Jean-Luc Godard señala cómo los últimos impresionistas fueron los Hermanos Lumière. Vimukthi Jayasundara se entrega al placer de filmar de la misma forma que los paisajes de Cezanne o Monet parecen pintados de manera libre, casi a mano alzada, es decir, esquivando cualquier canon. Hoy sabemos que esto no es ni mucho menos cierto. No hay estructura más férrea que la ausencia de estructura.

 

La modernidad trató constantemente de domesticar el azar. Sólo hay que ver el auge de la estadística durante el siglo XIX. Una cierta voluntad de dar forma, de estructurar, ahí reside el auténtico motor de lo moderno: cuando una tirada de dados es incapaz de abolir el azar. En Naufrage, Clorinde Durand dilata el tiempo para construir una coreografía, una puesta en escena que Matin de la Saint Antoine, de João Pedro Rodrigues, lleva a sus últimas consecuencias, hacia el carácter maquinal y repetitivo de la realidad. En la película evidencia de qué manera la narrativa domestica el tiempo. El tiempo real, aquel que el espectador vive, se equipara de esta forma al tiempo de la película. La continuidad, a través de una puesta en escena milimétrica, demuestra la fascinación del cine y del vídeo por el movimiento, que es a fin de cuentas lo que construye su especificidad primera, su radical diferencia frente a la foto o la pintura.

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