Karlos Gil: Reescenificando historias
Por Benjamin Weil, Director de Actividades de LABoral
Karlos Gil es un creador de collages. Yuxtaponiendo elementos en el espacio, construye narrativas a partir de fragmentos de otras. A menudo su trabajo adquiere un carácter multidimensional, mezclando escultura con sonido, imágenes en movimiento o dibujos. De algún modo, en su práctica el espacio deviene en una suerte de hoja de papel a la que adherir esos fragmentos. Y sin embargo, ese mismo espacio expositivo es también un espacio de ficción por el que deambular físicamente.
Las elaboradas construcciones del artista parecen tener siempre un punto de partida. En este caso, el arranque es un curioso detalle histórico que podría haber pasado totalmente desapercibido: en 1969, en un momento en que la humanidad se encontraba sumida en la adoración por la conquista de la Luna, un notable grupo de artistas decidió inmiscuirse en lo que, de no ser por ellos, habría sido una expedición perfectamente racional e impecablemente precisa al satélite. La iniciativa consistió en diseñar un dispositivo lo suficientemente pequeño para que resultara imperceptible e idear después cómo incorporarlo al LEM (Lunar Excursion Module). El objetivo era enviar arte a la Luna. Lo que desencadenó la operación fue que no se hubiera contemplado incluir ningún elemento artístico en un recipiente conteniendo huellas de actividad humana dirigidas a formas de vida inteligente extraterrestres.
¿Se quedaría el dispositivo en la Luna? ¿Se interpretaría como una suerte de performance? ¿Consiguió el dispositivo llegar a la Luna? ¿Se descubrió alguna vez? No parece haber respuestas concluyentes ni a esas preguntas ni a las muchísimas más que esta historia real o engaño maravilloso podría suscitar.
Se diría que Karlos Gil gusta de esa manera concreta que la humanidad tiene de olvidar la historia o de modificar su perspectiva; una suma de elementos que van cambiando todo el tiempo, con algunos aspectos saliendo a la luz mientras otros desaparecen solo para reaparecer después. Ese es también el modus operandi de la Historia del Arte, en la que los artistas se celebran y luego se olvidan, volviendo con suerte a alcanzar la fama al final de sus vidas y hasta de manera póstuma… para precipitarse, una vez más, en el olvido. Los hechos pueden reinterpretarse hasta el infinito, siendo posible crear sentidos diferentes a partir de los mismos elementos, alterando, simplemente, sus objetivos, reajustándolos, recombinándolos. Hoy más que nunca, vivimos un momento en el que la Verdad se ha convertido en un concepto muy flexible, en una suerte de paradigma.
De alguna manera, The Moon Museum (El Museo de la Luna) representa un interesante comentario del estado de la cultura hoy. Donde antes solía haber una narrativa de consenso a la que adherirse nos enfrentamos hoy a múltiples realidades y verdades, haciéndose extraordinariamente complicado funcionar en un mundo en el que todo se ha vuelto relativo. Pensemos, por ejemplo, en cómo el valor de cada divisa se fijaba en relación al valor del oro y las reservas de cada país constituían su punto de referencia. Pues bien: a partir de 1971 este sistema se abandonó y los tipos de cambio, otrora fijados por la misma referencia, comenzaron a flotar. Podríamos decir que ese cambio constituye una metáfora perfecta para describir un mundo globalizado en el que, de alguna forma, la relatividad impregna todos los aspectos de nuestras vidas.
Es precisamente ese mecanismo de asociación de elementos que podrían tener algo en común lo que rige el proceso creativo de Karlos Gil. Se trate de partituras de música o de anuncios de neón en las calles, es la dinámica de ir asociando los fragmentos lo que genera ese nuevo significado o apela a la participación activa de los espectadores para que establezcan los suyos. La instalación es un escenario en el que el espectador es el actor; un actor que estaría a cargo de establecer su propio hilo narrativo a base de ir ensamblando elementos a partir de su propia percepción.
Pero este trabajo nos recuerda también la existencia de personas para quienes el alunizaje no es más que un fraude, haciéndose así eco del aspecto humorístico del proyecto del “museo de la Luna” tal como fue escenificado por el colectivo que lo ideó. De hecho, que nuestra vivencia de lo “real” vaya volviéndose cada vez más mediada hace que realidad y ficción se confundan. Por ello, quizás el constructo ficcional de Karlos Gil sea más real, más verídico, que todos esos hipotéticos hechos en los que se basa.
