Pensar la visión ¿pensar el sonido? José Manuel Costa

Blog del proyecto

Published: 21/05/2012

Pensar la visión ¿pensar el sonido?
Pensamos la arquitectura como un conjunto de planos que cierran un espacio.

Pensamos la ciudad como una retícula horizontal salpicada de arquitecturas.
Pensamos la naturaleza como un inmenso plano interrumpido por ciudades o arquitecturas.

¿Pensamos la arquitectura como espacios reverberantes?
¿Pensamos la ciudad como un murmullo eterno?

¿Pensamos la naturaleza como el viento que suena y transporta otros sonidos?
Pensamos en la visión, pocas veces en el sonido.

Y, sin embargo, siempre oímos. Veamos o estemos a ciegas.

Porque todo suena. La naturaleza, la ciudad, las arquitecturas, nuestro mismo cuerpo. Los objetos suenan. Todos, menos aquello que está ahí solo para crear un ambiente, evocar un recuerdo. Algo que no tiene un valor de uso. La decoración.

Y nada más silencioso que un museo, esos templos donde, por tradición, se almacena la vanguardia de la decoración[1]. Al menos en las estéticas formalistas, de las que ni siquiera está libre el arte más conceptual. Quien dice museos, ha podido decir centros de arte.

Sin embargo, estos museos, estos centros, nunca han dejado de ser espacios resonantes de vida. Siempre se produce algún paso, alguna voz, el golpeo de un objeto que cae, la llamada al móvil. Durante mucho tiempo han sido las personas, los visitantes, vigilantes, mediadores, personal técnico o de limpieza quienes han permitido que el museo, el centro, no estuvieran por completo desvinculados del sonido, de una parte fundamental de nuestra existencia.

Podemos pensar que esta era la situación normal mientras no se descubrieron mecanismos para la reproducción controlada de cualquier sonido. Aunque incluso esto es incierto. Durante siglos, las colecciones, luego museificadas, comprendían también relojes funcionantes, autómatas, cajas de música, carrillones…

Pero dejemos esta consideración histórica al margen, a pesar de su importancia y regresemos al museo en su versión más contemporánea, el centro de arte.

Hace ya casi medio siglo, pero con mayor intensidad en el último cuarto, los centros de arte se han ido abriendo a nuevas prácticas en las cuales el sonido jugaba un papel necesario, si no central. Podía ser la performance, donde el sonido de un artista masturbándose oculto bajo un altillo era el eje de la acción[2].

La segunda sería el video que, desde su operatividad práctica mediante la aparición del Sony Portapak en 1967, primera videograbadora relativamente asequible y trasladable por una sola persona. El video-arte, vía Nam June Paik o Wolf Vostell, había comenzado en realidad años antes con la manipulación electromagnética de receptores de televisión, siendo la diferencia radical ahora que la cinta grabada permitía captar las imágenes que se desearan, sin esperar el material emitido por las televisiones comerciales. Y con las imágenes, su sonido.

El video entró de inmediato en galerías y museos por disponer de forma indiscutible de una imagen. El sonido era un acompañante muchas veces considerado molesto. Incluso sospechoso. Por otra parte, más prosaica, el conjunto video-tv no resistía ni resiste bien la inclemencia del tiempo o el vandalismo casual. Mejor en interiores.

Se tardaría aún otra década en para que los museos/centros aceptaran una práctica artística donde el sonido ya no ocuparía un papel subordinado. Una práctica que, al separarse de la historia linealizada del arte y de la música, se ha mantenido resistente a cualquier categorización.

De todas estas Nuevas Prácticas, el Arte Sonoro y el aún más reciente Projection Mapping (Proyecciones transformadoras) son las que menos dependen del cubo blanco expositivo. La piedra angular teórica sobre la que se basa el Arte Sonoro y buena parte de la música experimental contemporánea, el 4,33 de John Cage, creada hacia 1952, alcanzó su máxima expresión de silencio no silencioso treinta años más tarde, cuando el mismo Cage la realizó en plena Harvard Square, Boston, a la vista de interesados y paseantes.

Esta visión de sacar el arte y el sonido a la calle, fuera del ambiente clínico del museo/centro buscaba desde casi el principio apelar a la sana curiosidad de las personas sorprendidas en su devenir cotidiano[3]. Esta tendencia ha continuado hasta nuestros días, en trabajos que van desde la exploración electromagnética de la ciudad o el campo a instalaciones en una fábrica de teja en desuso situada en algún lugar de la nada en Saskatchewan, Canadá. Y tiene una deriva en lo que ya es casi un género con diferentes escuelas y aproximaciones, la grabación de campo, el paisaje sonoro.

Pero los museos/centro existen, están ahí. Contenedor de contenedores, de espacios controlados donde situar piezas sonoras frágiles, volúmenes regularizados en los que esculpir con el sonido y que incluso permiten intervenir en los espacios de trayecto público, de un público ya no tan indiscriminado sino al que puede suponérsele interesado de principio.

Es cierto que el museo/centro, sin excluir a los más contemporáneos, ha sido construido con una concepción anclada en el siglo XIX, el siglo del supuesto silencio reverencial ante las artes (por mucho que los testimonios gráficos y escritos de la época no nos hablen de actitudes necesariamente reverenciales). La principal dificultad estriba en la contaminación acústica de una piezas por otras, un efecto mucho más fácil de percibir que de solucionar.

Lo anterior conduce a la conveniencia de realizar un estudio de la condición sonora de un museo/centro precisamente en el momento en que acoge una exposición de Arte Sonoro. Una investigación que debe ser obra en sí y al tiempo documentación, una aproximación crítica que responda a los principios más generales del Paisaje Sonoro que tratan de establecer un vínculo entre el entorno de grabación original y el oyente que no estuvo allí.

La creación de un mapa sonoro en un museo/centro cuando el lugar está lleno de activadores acústicos permite enfoques que incluyen la presencia humana, su voz, sus sonidos. Los trabajos individuales captados en su fuente, pero también la búsqueda de posibles efectos de contaminación o el de las fuentes sonoras en la reverberación propia de los diferentes espacios. O, finalmente, indagar qué sonidos se generan en esos espacios del silencio cuando no existen activadores, humanos o electromecánicos. Cuando el museo/centro dice.

 

[1] Joseph Kosuth Art After Philosophy (1969)
[2] Vito Acconci Seedbed 15–29 January 1972 Sonnabend Gallery, Nueva York
[3] “El ímpetu para mi primera instalación sonora fue el interés por trabajar con el público en general. Insertando obras en su terreno cotidiano de forma que las personas pudieran encontrarlas en su propio ritmo y en sus propios términos. Disfrazándolos dentro de sus ambientes de forma que las personas pudieran descubrirlas por sí mismas y tomar posesión de ellas conducidas por su curiosidad en la escucha” Max Neuhaus, 1994